Amores perros

Artículo de Ana Isabel Espinosa

mary pazNunca encontró la paz perdida con el nacimiento, ni el calor materno de sentirte protegida, y mucho menos el amor incondicional, de alguien que mira por tus ojos y vela por tus pasos. Por no disfrutar, ni siquiera lo hizo de la vida, que le fue arrebatada, imposible de rehacer, más allá de sus 35, cortos años, de existencia.

Roto el cuerpo a tajazos, heridas el alma y la conciencia, apaleada y vencida, fue arrojada al vertedero de ignominia, en que se había convertido, el destino para ella.

Mary Paz fue descubierta por un indigente, al rebuscar en un contenedor de basura y chocar con su pierna, precintada en una bolsa de plástico.

Pero ella debió ser una niña igual que otra niña, buscando el amor a ratos perdidos con sus amigas en plazoletas acaloradas por el verano, en el trasiego de un Elche que está hecha de retazos de emigrantes, de gente variada y multiforme, con conciencias paralelas, nacidas en un mismo espacio vital.

El amor acudiría a sus brazos y a su mente, rebuscaría sentimientos y pasiones en el cuerpo de cría a medio formar, que, ahora, la maldad, la ignorancia suprema y el odio, han descuartizado y arrojado, como desechos, a la basura.

La boca sucia del contenedor, no sabemos cuántas veces habrá llamado a su puerta, cuántas veces, sacando ella la basura y arrojándola, con desprecio, como harían con su desmembrado cuerpo, habrá sentido un escalofrío repentino de duda, como de mareo, pegándose a su aliento, plegándose el hilo del destino y presintiendo su propia muerte.

Podría haber mirado atrás, podría y debería haber tenido más suerte, pero la muerte la estaba esperando desde siempre, agazapada en otras dos relaciones fallidas anteriores, amenazadoras, aterradoras y con vómito de sangre fresca, palpitándole en las sienes, diciéndole, a voz en grito... "Mary Paz, coge la puerta y huye, en busca de ayuda".

Pero se hartó de llamar a puertas que cerraba la vida y se cansó de ir a la policía y a los juzgados, para ver caras que se descomponían a su paso, como su carne al abrasador calor de la bolsa de plástico, herméticamente cerrada, en el vientre del contenedor, en pleno mes de junio.

Se hastió de no tener un puñetero día de buena suerte, de creerse ya, de tanto escucharlo, que no era normal, de no entrar, ni con vaselina, en ese esquema de un marido que te quiera y unos hijos que no te miren con espanto y de que los vecinos la espiasen por las mirillas diciendo: "Mira, ahora esa, otra vez con otro tío rana".

Porque rana y bien rana le había salido, este príncipe destronado, que nunca ostentó más que la corona de las pulgas y los malos modos, el guantazo limpio y la boca sucia, el insulto, el menosprecio y el mayor precio, que es vencerte como mimbre, tras el paso del huracán... una vez y otra, y otra vez más.

Cuando ella sólo quería que la amasen, como ella los amaba a ellos, como ella los respetaba a ellos.
Y se cansó de una vida que era pura mierda y de conformarse con cualquiera y se le tiró a los ojos y le miró fijo y le dijo... "¡ hasta aquí hemos llegado!", y lo vio venirse para ella, con ánimo asesino, y lo supo, supo que la muerte la había enganchado y que de esta cornada, caería muerta.

No tuvo que desangrarse para saberlo, porque lo comprendió, justo, cuando lo vio coger el cuchillo.
Su cuerpo descuartizado, quedó doblado y yermo, plastificado y al amparo del calor de la basura circundante, sin el amparo de Dios, ni madre, solo, a la espera de un alma samaritana, que, conformado también en su mala suerte, creyera encontrar en este tesoro que palpa animado, llamando rápidamente a un amigo de desgracias, la carne un poco pasada, que quizás traería la salvación, a su estómago sin mesa, tras meses en la calle, regalados de padecimientos y fatigas.